Thursday, December 6, 2007

De “avestruz”

De "avestruz"

por: HÉCTOR DE MAULEÓN


Nadie sabe dónde está. Trabajaba como diseñador gráfico en una empresa de Mexicali que hacía gafetes de identidad. No ganaba siquiera para rentarse un departamento: seguía viviendo en la casa de sus padres. Lo llamaban Félix.

En 1997, sus jefes le encargaron un juego de identificaciones que serían usadas durante una convención de miembros de corredores de inmuebles. Las estaba diseñando cuando un cliente apareció en la empresa con intención de hacer un pedido de gafetes para una firma publicitaria. El cliente iba acompañado por un colombiano. Un hombre que hablaba demasiado alto,

y al que por eso apodaban El Gritón.

"Me dan ganas de decirle que se salga del taller",

le dijo Félix a un compañero. "No me puedo concentrar con este ruido".

El compañero respondió en voz baja: "Cálmate, porque éste es de cuidado".

El Gritón no oyó la conversación, pero le llamó

la atención el trabajo que el diseñador estaba haciendo. "Qué bonitos gafetes". Antes de irse, le pidió

el número de su celular. "Puede haber por ahí un encarguito".

Le llamó esa misma tarde para pedirle una cita. Félix tuvo desconfianza. Pero andaba corto de dinero, y terminó por citar al colombiano para las diez de la noche, frente a las oficinas de la policía judicial del estado. "Pensé que si era de cuidado, yo podía estar protegido en ese sitio", diría después.

El Gritón lo aguardaba en una camioneta Dodge

de color azul, con techo y cofre de color plata. No se anduvo con rodeos: mostró un gafete de la policía judicial del estado y le preguntó si se sentía capaz de falsificarlo. "La paga es buena".

Félix se amedrentó, rechazó el encargo y se fue a su casa. Pero había cometido el error de entregar su número telefónico. El Gritón lo buscó insistentemente, lo acosó durante un mes, hasta que el diseñador se sintió asustado. Para quitárselo de encima, le dijo que la computadora con la que podía hacer el trabajo no era suya, sino de la empresa, y que además se trataba de una máquina muy lenta. El Gritón se exasperó:

"No me andes con pendejadas. La gente a la que le interesa el trabajo tiene mucho dinero y no se anda fijando en esas cosas. Investiga cuánto cuesta la computadora. Te llamó más tarde".

Félix sintió que tiraba al vacío. En internet encontró una Pentium con digitalizador óptico, cuyo precio era de cinco mil dólares. Pensó que una suma tan alta desanimaría a El Gritón, pero se equivocó. Esa misma tarde, éste le llevó el dinero al taller. "Pura moneda americana".

La máquina fue comprada en Estados Unidos. Félix sufrió con una infinidad de detalles técnicos, pero al fin pudo instalarla. "Hazme una prueba

—dijo El Gritón—. Saca un gafete".

"Aquí no", le respondió el diseñador. "No quiero involucrar en esto a la empresa".

El colombiano decidió llevarlo a una casa de la colonia Virreyes. "Me van a matar por traerte aquí",

le dijo. La casa estaba vacía. Había pocos muebles

y un hombre con aspecto de policía al que llamaban Lalo. Ahí, el colombiano le entregó un gafete y una credencial de la judicial. "Ponte a trabajar", le ordenó.

El diseñador se tardó dos días. Pero logró imitar los documentos "hasta en el color".

"¡Quedaron al chingadazo!", dijo el otro muy contento.

Al día siguiente le llevó veinticinco fotografías. "Son para pegarlas en las credenciales. Tú inventa los nombres, menos en ésta, que tiene que ir a nombre de Juan Carlos Ramos".

Félix miró la foto. Había un hombre robusto, moreno, de bigote ralo.

El Gritón le pagó mil 200 dólares.

"¿Ya ves qué fácil?".

Cuando Félix se despidió, alegando que debía volver a su trabajo, el colombiano sonrió: "¿Cuál trabajo? ¿No te das cuenta dónde te has metido? Estas gentes son muy pesadas. Ya no te puedes salir. Incluso ya no vas a poder seguir trabajando en la misma empresa".

El falsificador del cártel

Comenzaba 1998. Una noche en que Félix conversaba con amigos frente a la casa de sus padres, una Suburban negra se aproximó por la calle. "Sube. Te quiere conocer el patrón".

Había pasado un año desde la falsificación de las credenciales. De vez en cuando, El Gritón le daba a regañadientes unos cuántos dólares, "para gastos". Pero a Félix no le alcanzaban ni para activar su celular. Menos, para reparar su viejo Thunderbird, que se había quedado tirado desde hacía tiempo.

La Suburban lo condujo esa noche al fraccionamiento Las Fuentes, hasta una calle solitaria en la que había varios vehículos con el motor encendido. Dentro de una camioneta Lobo, se hallaba el patrón. Éste se presentó:

"Gilberto Higuera Guerrero".

Era el sujeto cuya fotografía había puesto a nombre de Juan Carlos Ramos. Su cabeza tenía precio. Le apodaban El Gilillo.

Félix subió a la camioneta. El patrón le ofreció un cigarro y le dijo la razón por la que lo andaban buscando: la fecha de las credenciales había expirado, era necesario hacer un juego nuevo. Sólo que no iba a ser tan fácil como la primera vez: para evitar falsificaciones, la Procuraduría acababa de poner un holograma en las credenciales de los agentes.

"¿Lo puedes copiar?".

"Sí —dijo Félix—. Pero tienen que comprar otro equipo".

El Gilillo reclamó:

"Ya te hemos dado mucho dinero, pero dice El Gritón que pides más y no quieres trabajar".

Félix supo en ese instante que El Gritón se estaba quedando con la paga, pero guardó silencio. Se puso a temblar cuando el patrón le dijo:

"Ya hasta te íbamos a levantar".

"La computadora que tengo no puede hacer hologramas. Hace falta un equipo más potente", tartamudeó el diseñador.

El Gilillo le ordenó que lo buscara, y le entregó un rollo de billetes verdes. Dos mil 500 dólares, "para gastos". Le ordenó también:

"Activa tu celular, y repara tu vehículo".

Luego, el convoy se alejó.

Los hologramas podían hacerse en serigrafía, con una impresora de resina térmica que costaba 15 mil dólares. Félix se lo informó a uno de los ayudantes del patrón. Una hora después de la llamada, le llevaron a su casa una bolsa con dinero, y le ordenaron que rentara un departamento para instalar el equipo, un sitio donde pudiera trabajar sin que nadie lo viera.

Encontró un buen lugar en alguna de las unidades del Infonavit. La reproducción del holograma no fue nada sencilla, pero al fin pudo preparar 30 juegos de gafetes y credenciales, entre las que estaba "la del mero jefe": el hermano de El Gilillo, Ismael Higuera Guerrero, alias El Mayel, cabeza del brazo armado y uno de los operadores más violentos del cártel de los Arellano Félix.

El diseñador recibió siete mil dólares por el trabajo. Los derrochó en pocas semanas en la intensa noche mexicalense, y no volvió a ver a nadie hasta que la fecha de las credenciales expiró nuevamente.

En diciembre de 1998, el propio Gilillo fue a buscarlo al departamento. Félix había comprado una cámara Casio para poder tomar las fotos él mismo. "Quería que todas tuvieran el mismo formato". Pero el grupo que había que retratar no estaba completo, "algunos andaban trabajando en Tijuana y Ensenada". Le dijo Gilberto: "Voy a mandar por ti mañana para que tomes las fotos que faltan".

Al día siguiente, a las dos de la tarde, un hombre silencioso lo recogió en una pick up. Cambiaron de vehículo en un entronque. Luego, con el acelerador a fondo, se trasladaron a Tijuana. Cuando aparecieron las primeras casas de la ciudad, el hombre informó por radio: "Ya traigo al fotógrafo". Le contestaron: "Súbelo, pero 'de avestruz'". El hombre le pidió que se tumbara en el piso, y no alzara la cabeza hasta que se lo ordenaran.

Félix obedeció. Tal vez por primera vez se vio a sí mismo metido hasta el cuello en la delincuencia organizada. Iba tumbado en el piso de una camioneta, mientras los otros cruzaban claves extrañas. Al fin, se oyó una puerta eléctrica que se abría; bajó del auto y avanzó por el jardín de una casa "de tipo griego, en desniveles". En la sala aguardaban dos hombres de saco y corbata. Los retrató. Nunca supo quiénes eran. [Pero en esos años, en Tijuana, no había más ley que la de Ramón y Benjamín Arellano Félix. "Súbelo, pero 'de avestruz', habían dicho a través del radio. Félix comprendería después que "subir" era la palabra que se usaba cuando alguien iba a encontrarse con los jefes máximos.]

Así que al terminar la sesión "lo bajaron", otra vez "de avestruz". Pensó que lo llevaban a Mexicali, pero la camioneta tomó el camino de Ensenada. Félix fue introducido en una casa que tenía piso de mármol verde y carecía de muebles. Sólo había un televisor de pantalla grande, rifles de asalto y varias mochilas. Ahí estaba Ismael Higuera Guerrero, El Mayel, acompañado por un sujeto apodado El 85, y por otro al que le faltaban tres dedos y le decían El Quemado. Al poco llegaron Gilberto y su antiguo conocido, El Ronco. Les tomó las fotos mientras ellos conversaban: hablaban de los Arellano Félix, de un hombre al que tenían castigado en un lugar llamado "la casita", y al que El Mayel decía que había llegado la hora de perdonar. "Levántenle el castigo", ordenó. Hablaban también de embarques y desembarques, de un grupo de federales al que apodaban Los Felicianos, y que colaboraban con ellos, brindándoles protección. Todo lo hicieron como si Félix no estuviera presente. Regresó a Mexicali con el bolsillo retacado de dólares, y la impresión de que "ya me tenían confianza", de que al paso del tiempo se iba convirtiendo en uno de ellos.

Fue así como el narco lo devoró, como se convirtió en el falsificador oficial del cártel.

En la madrugada del 4 de mayo de 2000, la policía recibió una llamada anónima: unos hombres disparaban al aire y escandalizaban en una casa cercana a la Universidad Autónoma de Baja California. Un grupo de élite se trasladó al inmueble y fue recibido a tiros. Se trataba, sin embargo, de disparos inútiles: los agresores se hallaban totalmente alcoholizados. Fueron sometidos con facilidad. Sólo uno siguió disparando desde la parte alta de la casa. Uno de sus cómplices le dijo por radio: "Ya estamos dados, date tu también". Era El Mayel.

Se dice que pocos minutos después de la detención, timbró el celular del capo. Un militar contestó la llamada.

—Como hombres —le dijeron—, ¿lo tienen vivo o muerto?

—Vivo —respondió el militar.

—Entonces, como hombres, ¿cuánto para que lo entreguen, como se encuentre?

El militar colgó. Cuando la niebla provocada por las granadas de humo empezó a disolverse, el grupo de élite decomisó dólares, joyas, armas… y varias credenciales de la policía judicial del estado.

La suerte de Félix había quedado echada. Lo agarraron en el departamento que había rentado en el Infonavit, y en el que estaba viviendo desde hacía dos años. El Thunderbird había vuelto a descomponerse. La policía aseguró la Pentium, la cámara Casio y varios juegos de fotos. Las pruebas de las credenciales falsas salían por racimos de los cajones. Aunque Félix decía que lo había hecho todo por miedo, que era una víctima más de la ley de la plata o el plomo, le fincaron acusaciones por falsificación de documentos públicos y asociación delictuosa. Eso, para abrir boca.

Llegó a la representación social desencajado y tembloroso, pidiendo que lo volvieran testigo protegido. Lo llamaron "Félix". Pero tenía poco qué aportar. Su nombre habría de perderse entre la montaña de fojas que forman el proceso contra el operador más sanguinario y violento del cártel de los Arellano Félix.

De Mauleón.
Su libro más reciente es Como nada en el mundo
(Planeta, 2006).